Nada más llegó, cerró la puerta tras de sí, se quitó la
chaqueta y se dejó caer en la butaca. Algo en la mesita llamó su atención. Lo
cogió. Se trataba de un libro que su mujer había estado leyendo, de algún
escritor contemporáneo de fama internacional. Aún recordaba la cara que había
puesto ella al romper el envoltorio de regalo y como lo había llenado a él de
besos. Tras hojearlo sin prestar atención a su contenido, lo lanzó sobre el
sofá y se puso en pie. Caminó hasta el mueble del televisor y se quedó
observando los objetos que decoraban el estante superior. Allí encontró una
fotografía de las vacaciones del año anterior, en alguna calurosa playa. Ella
vestía su más elegante traje de baño, mientras que él aparecía en escena con un
bañador barato, recién comprado en un tenderete cercano. Sonrió mientras sostenía la foto, y una cálida
lágrima recorrió su cara. Volvió a dejar la instantánea en su sitio, y se abrió
paso hasta el balcón. Abrió las ventanas, se sentó en una de las sillas y se
quedó inmóvil, contemplando el oscuro firmamento. Se vio a si mismo, en aquel
mismo lugar, sosteniendo a su esposa en brazos. Eran innumerables las noches de
verano que habían pasado disfrutando de una buena cena y fantaseando sobre el
futuro venidero. Esta vez, algo más que una mera lágrima brotó de los ojos del
joven. Lloró hasta la saciedad, incapaz de contener sus sentimientos por más
tiempo. Cada vez que cerraba los ojos era capaz de ver su rostro, sonriente. Si
se tapaba los oídos escuchaba su voz con una claridad aterradora. Al rayar el
alba, su aroma parecía invadir la estancia. Sin embargo, su mente jamás podría
substituir a la realidad. Ella se había ido para siempre.
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